A Carmencita yo la entiendo

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Carrizos

Disculpe que me meta, pero la cosa no fue así. La mitad de lo que dice ese viejo es invento y la otra mitad es chochera. Lo de Bismarck López Ocampo y los nísperos de Broshnikov no tiene nada que ver. Yo lo escuché contar esa historia varias veces. Va de bar en bar y en cada uno agrega más mentiras. Y ahora que viene gente a buscar material para sacar libros el viejo chupa de arriba mientras habla y bolacea. Quiere hacerse más famoso él que los que estuvieron de verdad en los cuentos.

Es así. Hay que conocerlo para saber, y acá todo se sabe. Yo le voy a cantar la justa porque me parece que no queda bien que se entreveren bolazos con cosas verdaderas. No me gusta que anden dando vueltas cosas que no son. Muchas mentiras se echaron acá y así terminamos. No señor. La verdad antes que nada. Y no me interesa aparecer en su libro ni que me pague ninguna copa.

Vamos a aclarar los tantos. El viejo siempre dice que cuando el asunto de los nísperos Bismarck estaba acá jugando a la conga con el profesor de filosofía y el Tero Núñez. A cien pesos el corte, doscientos el reenganche y con flor de tarro Bismarck se estaba llenando de plata. Antes habían jugado Martiushev y Golobotkin, que es terrible timbero y sabe y sabe, pero los había pelado a los dos. El que quedó más dolido fue Golobotkin, claro, y como estaba con la sangre en el ojo empezó a manguear para seguir y nadie le quiso prestar. Estaba visto, el mejor jugador había perdido y nadie se quería arriesgar.

La cuestión es que, según ese viejo mentiroso, justo ahí llegó Juancito Iushkov a los gritos diciendo que lo llamaban de la comisaría. Bismarck lo miró, se puso serio, agarró el vaso de amarga que tenía en un banquito al lado y tomó un trago, como dándose un tiempo para pensar. El era así, muy cerebral. Volvió a mirar a Juancito, estiró la mano para agarrar las cartas y ahí se le prendió la lamparita. Sonrió, dio vuelta la cabeza, enfocó el almanaque colgado en la pared y en el fondo de la carcajada aparecieron unas muelas de oro. «¿A mí me vas a joder, justo hoy?», le dijo a Juancito, apuntando al almanaque con un dedo. Era 28 de diciembre.

Y podía desconfiar, porque Juancito agarraba a todo el mundo para la joda. Mire, le cuento una cortita. Una vez estaba en el frente de la casa ajustando unos colgantes con macetas que tenía amurados y vio pasar a Chebotariov. Era un gurisón grandote, medio duro para entender, buen tipo pero muy inocente, muy crédulo, ¿vio? Ahí mismo Juancito le dijo que tenía que poner unos bulones con camisa y le ofreció unos pesos si iba hasta la ferretería de la Cooperativa para averiguar si le convenía más poner bulones de camisa floreada o a cuadros. Y allá fue Chebotariov. Para qué. Los de la ferretería lo agarraron pa‘l chijete un rato y al final lo mandaron para la sección mercería, que le fuera a preguntar a la empleada, que de camisas sabía más que ellos. Menos mal que la señora se compadeció. Agarró, escribió una nota y la puso en un sobre. Juancito nunca dijo lo que le había escrito. Yo calculo que lo debe haber relajado de pies a cabeza por tomarle el pelo al pobre muchacho. Eso sí, le dio una buena propina. Era bien jodón pero tenía palabra.

Pero cuando Juancito vino ese día de los nísperos tenía la cara roja y respiraba como si hubiese estado corriendo. Ni con eso Bismarck aflojaba. Estaba amorralando billetes de lo lindo. Con esa racha cualquiera se quedaría pegado a la silla todo el día. Por eso no quería irse. Juancito siguió jeringueando, Bismarck siguió jugando y ganando hasta que llegó el milico Hache y ahí no tuvo más remedio que apechugar. No porque fuera Hache, que siempre fue de lo más tranquilo, sino porque andaba de uniforme y eso era misión oficial.

Bueno, eso es mentira. En realidad no todo, porque la gente era como dice el viejo, pero lo que cuenta no cierra por ningún lado. Eso no fue así y le voy a explicar por qué.

Cuando pasó lo de los nísperos era domingo y el profesor no podía estar acá porque sólo venía los miércoles. Antes se pasaba todas las tardes timbeando pero tuvo problemas con la mujer y se tuvo que conformar con un día entre semana.

En segundo lugar, es mentira que haya sido un día de los inocentes porque no hay nísperos en diciembre. Maduran en octubre y es ahí cuando se juntan. Es lindo comerlos crudos pero a mí me gusta más el dulce. No me llama mucho la atención el uzuar, esa compota que hacen los rusos. Después están los borrachines que los ponen en la caña pero de eso prefiero no hablar. Ya tengo varios amigos en el barrio de los pinos por culpa del trago.

En tercer lugar, Juancito no hubiese podido ir a llevar la noticia porque hacía años que tenía prohibida la entrada después de la que se mandó con el club. Mire, yo creo que gran parte de la culpa fue del bolichero, porque si uno no es dueño no se puede hace cualquier cosa con el negocio, ¿no es verdad? Al fin y al cabo, algo medio feo le deben haber dicho, porque un día apareció este muchacho que tenemos ahora y el otro se hizo parroquiano de lo de Camacho y no vino más.

El asunto es que el bolichero viejo era colorado rabioso. En una de esas campañas andaba Batlle en la vuelta y le iban a hacer una recepción en el club de la 15. El bolichero pensaba ir, pero como ya desde temprano andaba mucha gente en la Colonia el hombre vio el peso en la vuelta y le entró la duda. Ahí entró a tallar Juancito. En esa época todavía era un tipo respetable: no tomaba, no fumaba, no pedía fiado, no timbeaba por plata, no discutía de política, no era ordinario al hablar. Jodón pero un tipo bien, de palabra, como le dije antes. Después se dio al abandono, pero eso es otra historia. El bolichero le pidió si podía aguantarle el bar esa noche y Juancito dijo que sí.

La recepción duró unas cuantas horas. Nosotros la pasamos bárbaro porque Juancito tuvo la gran idea de organizar campeonatos. Se anotaban por parejas o de uno, pagaban unos pesos y jugaban. Los premios eran botellas de whisky importado. Juancito calculó que con lo que se iba a juntar con las inscripciones y con lo que iban a tomar los jugadores y los mirones quedaría un toco de plata para el club. Puso un pizarrón en la vereda anunciando los campeonatos y la gente se empezó a arrimar. Se llenó el boliche. Jugamos al truco ciego, hasta el dos, hasta el siete, a la conga, al durak, a la filka, a la escoba, al nueve, a la carolina y al casín. Diez botellas se fueron.

A los pocos días la directiva hizo números y vio que la plata que se había juntado no daba para nada. Los magnates de paladar negro habían pagado la inscripción y se la pasaron tomando cosas baratas, esperando ganar, y como no había obligación de consumir muchos fueron a mirar nomás. Qué cráneo Juancito. Lo querían cuerear vivo. Nunca más pisó el club. Por eso también esa historia es cuento.

La verdad verdadera y bien simple se la voy a contar ya mismo porque yo estuve ahí. Fue cuando se casó la hija de Anatolio Lukianenko, gran amigo mío desde la escuela. Era una reliquia, uno de los pocos rusos con plata que iban quedando. Tenía campo en la bajada del repecho grande yendo para el almacén de Dorojov, a medio camino entre la Colonia y el empalme con la ruta 24. De los tres hijos, dos varones se habían casado y habían comprado chacras cerca, y Ludmila andaba de novia con un escribano de Paysandú.

Cuando Anatolio vio que la hija estaba hablando de casamiento quiso tirar la casa por la ventana y empezó a organizar una fiesta como las que se hacían en los tiempos de las vacas gordas, que duraban tres días y tres noches. Primero le contó los planes a la mujer, la mujer habló con los hijos y la hija le avisó al novio, porque Anatolio quería encargarse él solo de los gastos. Con paciencia y diplomacia lo convencieron para repartir la cosa. Anatolio pensó, hizo cuentas y vio que le venía al pelo porque así le quedaría plata para mandar hacer un quincho nuevo. Entre la familia que se agrandaba y las visitas ya se estaba quedando sin espacio para los comensales. Anatolio sí que la pensó bien, porque lo del quincho fue como una premonición.

En la Colonia había dos talleres. Los dos trabajaban bien, pero Anatolio no contrató a ninguno para que no hubiera resquemores y se terminaran sacando los ojos. Lo apalabró a Schurov, de Paysandú. No fue una mala decisión tampoco, porque Schurov había nacido y se había criado en la Colonia. Era como darle la changa a uno de acá, y además tenía bruta fama.

La obra quedó pronta y entre una cosa y otra llegó el día del casamiento. En vez de bajar hasta la Colonia con los novios se llevó a Bismarck a la chacra para que los casara ahí.

No le puedo decir lo que fue la fiesta. La novia, preciosa, simpática, y el novio muy campechano. Comida para tirar p’arriba y beberaje de todo tipo. Baile con orquesta de Paysandú, guitarreros y acordeonistas de la Colonia y las chacras, un tocador de armónica y hasta un ruso viejo con una balalaika. Meta y ponga hasta que salió el sol. Nunca vi nada igual. Entre los amigos, los parientes y los colados éramos como trescientos, si no más. Bruta fiesta y muy tranquila, sin escándalos ni peleas. Un lujo.

Al final se fueron las familias, la juventud y los viejos más calandracas y terminamos los solterones y los viudos. Algunos nos quedamos en lo de Anatolio y otros se desparramaron entre las casas de los vecinos para dormir un poco.

Nos despertamos y vimos que se estaba nublando. Hacía ese calor que se siente cuando se viene una tormenta. Mientras tomábamos mate y picábamos algo entre whisky y whisky algunos hablaron de irse, pero Anatolio se puso firme y dijo que de ninguna manera, que se le había casado la única hija y que no iba a permitir que el festejo terminara ahí. Además recién empezaba el fin de semana. A Bismarck se le iluminaron los ojitos porque se la veía venir.

De a poco empezaron a caer los que se habían quedado en la vuelta. Qué hambre. De cabeza a lo que había quedado, que era un montón. Seguimos tomando unas copas y charlando. Los de la orquesta se habían ido pero quedaban algunos de los músicos de nosotros. Tango, folklore, música rusa, partidos de fútbol, chistes, cuentos y chismes y algunos borrachines empalagoseando, pero con orden. Se fue otra tanda de gente y llegamos a la tardecita, cuando reventó la tormenta. Qué bomba de agua. El quincho se portó. Veíamos caer la lluvia y nos matábamos de la risa mientras jugábamos a las barajas.

Se hizo de noche y seguía lloviendo como si fuera la primera vez. Timbeamos hasta que nos dio sueño y como no éramos tantos nos acomodamos todos para dormir en lo de Anatolio.

A la mañana siguiente ya no llovía. Empezamos a tomar unos amargos y a hablar de volver. Anatolio se había sosegado porque ya era domingo. Por la mitad del copetín llegó uno de los hijos con la noticia de que el camino estaba muy estropeado y no se podía subir el repecho porque los autos peludeaban en la tosca. A mí no me importó mucho porque no tenía nada que hacer y la estaba pasando de lo mejor, pero otros empezaron a extrañar la casa, a preocuparse por los destrozos que podía haber en los tomates y hasta se acordaron de que tenían que darle de comer al perro. Alguien propuso, en vez de subir el repecho, seguir la bajada hasta lo de Dorojov, agarrar la ruta y volver por Tres Quintas, que tenía bitumen. Iba a ser un viaje largo pero era la única posibilidad.

Mientras estábamos discutiendo qué hacer Bismarck se puso a jugar una conguita con Anatolio y el acordeonista que se había quedado. Los desplumó. Qué fenómeno. Después comimos, hicimos sobremesa y armamos un campeonato de truco. De tardecita llegó la camioneta de la policía. Habían tratado de venir por el repecho pero tuvieron que dar toda la vuelta. Ahí nos embarcamos todos y arrancamos para la Colonia. Por eso Bismarck demoró en llegar a lo de Broshnikov, no por haber estado jugando acá.

Qué viejo bravo había resultado Filaret Broshnikov. Bravo y sinvergüenza. Un carácter bien podrido. Le hacía la vida imposible a Carmencita, la nuera. El hijo trabajaba de chofer con Schurov y llevaba y traía gente y materiales de un lado para otro. A veces pasaba unas cuantas semanas sin aparecer por al Colonia. A los nietos no los veía casi nunca porque estudiaban en Montevideo.

A Carmencita yo la entiendo. El marido tenía un problema en el corazón. Nada grave, pero ella no quería que se preocupara por nada y le escondía cosas. Hacía años que entre ella y el suegro había una pica. No es que fuera algo entre los dos solamente. Cuanto más viejo se ponía Broshnikov más cascarriento se volvía con todo el mundo. En la casa empezó a hablarle mal, le discutía por la comida y dejaba todo sucio en la mesa, bien a propósito. Después le dio por comprar vino y andar casi siempre empedo. Rezongaba, puteaba, rompía cosas. Insufrible el veterano, pero no bobo, porque cuando el hijo o los nietos estaban en la casa se portaba bien. Qué vida le daba a Carmencita cuando se quedaba sola. Eso lo sé bien porque ella siempre fue gran amiga de mi sobrina, y aunque le contaba todo en secreto, al final yo terminaba enterándome.

Broshnikov empezó a ir cuesta abajo. Andaba por la calle mugriento y desprolijo. Yo lo vi, no me lo contaron. Un reo, sin afeitarse, sin cortarse el pelo, las uñas largas y sucias, siempre con olor a sudor rancio. Se ponía a camorrear por cualquier pavada cuando iba a cobrar la jubilación o se cruzaba con la gente. Por lo que supe, el cuarto era un chiquero, un amontonamiento de bichos. Al principio Carmencita quiso poner un poco de orden pero el viejo le sacó las ganas enseguida.

Después agarró otras mañas. Se sentaba en el tronco de eucalipto que estaba frente a la casa para ver pasar a los gurises del liceo. Hasta ahí como que no era gran cosa, pero al tiempito nomás empezó a saludar y después a querer sacar conversación.

Una tarde se escondió atrás de la cortina de la cocina. Desde ahí se ve la calle. Cuando aparecieron los gurises se metió la mano en el bolsillo para tocarse la verija. Carmencita lo vio sin querer y miró para otro lado.

Y así siguió, y como no le alcanzaba le dio por sacarse el aparato al aire cuando pasaban los liceales. Pero, como le dije, no era bobo, porque hacía eso sin que lo vieran desde la vereda. Me imagino lo que debe haber sufrido la pobre Carmencita.

A lo último empezó a salir sin decir a dónde iba. Volvía tarde y se zambullía en el cuarto. Corrió la bola de que espiaba a las gurisas que iban a la plaza o al puerto. Pero como en el pueblo siempre se habló por hablar, la cosa quedó como esos rumores que se cuentan porque sí, de mala leche que es mucha gente, que habla para perjudicar nomás.

Y bueno, cuando ese domingo de tardecita llegamos a la casa con Bismarck el doctor ya estaba ahí. Bien fea la impresión. El piso lleno de nísperos y hojas y Broshnikov colgando de una rama con un pedazo de cable enroscado en el pescuezo, los ojos abiertos y la lengua afuera.

Me quedé en la vereda hablando con los vecinos mientras Bismarck iba a hacer su trabajo. Qué historia. El domingo de mañana Carmencita se puso a limpiar el patio. De tarde el viejo salió. Lo vieron cerca del higuerón. Ahí se cruzó con el gurí de Tatarintsev. Lo quiso arrastrar al carrizal pero el gurí empezó a gritar. Pudo haber sido una desgracia pero fue un susto solamente, porque Broshnikov lo largó y se fue corriendo para el lado del Juventud y Unión. El gurí llegó a la casa y enseguida el padre salió con un facón para carnear al viejo. Iba llegando a la esquina del ANCAP cuando los milicos, que ya estaban enterados por los cuentos de los Monzón, que vivían enfrente del higuerón y desparramaron la noticia por todo el pueblo, lo guardaron en la comisaría para que se tranquilizara. Otros salieron a buscar a Broshnikov por la costa pero a ninguno se le ocurrió ir a la casa.

Carmencita dijo que estaba mirando la novela cuando escuchó que Broshnikov revolvía cosas en el cuarto. No lo había visto llegar ni tampoco lo vio salir cuando se fue para el níspero, aunque la ventana del comedor, donde está la tele, da al patio.

Los vecinos de enfrente vieron que Broshnikov se subía al árbol y pensaron que iba a juntar nísperos. Fue la hija chica la que entró al comedor con la noticia de que el viejo estaba pataleando, colgado del cogote. Cuando cruzaron ya no había nada que hacer. Ahí golpearon la puerta y salió Carmencita. Vio al suegro y se tapó la boca con una mano, pero le costó lagrimear, dicen.

Y sí, qué quiere que le diga. Entre nosotros, yo a Carmencita la entiendo. Con la vida que le daba el suegro yo también me hubiese hecho el distraído. ¿Usté no?

 

Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Olga Risgenko

    Me gustan mucho tus cuentos, cada vez que voy leyendo más me van atrapando más tus historias, muchas gracias Omar

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