«Catarsis» viene del griego

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Había llegado a Vancouver hacía unas semanas y ya estaba llamando al consulado de Uruguay. Tenía que renovar mi pasaporte. También precisaba comprar Canarias. Había recorrido un par de negocios de productos «étnicos» en busca de yerba. (Aquí todo lo que no sea canadiense o usamericano es «étnico».) Lo único que pude encontrar fue Cruz de Malta. Me pareció deplorable, a pesar de Cortázar y la fama que le hizo en Rayuela. Menos mal que el simpático funcionario consular me dijo que vendían Canarias en «El Sureño Market», un negocio regenteado por salvadoreños en Commercial Drive. Allá fui.

Commercial es una calle llena de bares, cafés, pizzerías, academias de baile, dispensarios de marihuana medicinal, casas de discos de vinilo, verdulerías y restaurantes. Hay billares, música en vivo, teatro, stand up, vendedores de cuadros, libros y ropa usada, gente durmiendo en la calle y otras atracciones para turistas.

Cuando entré al negocio y vi a una señora con hijab tecleando en la caja registradora me di cuenta de que los hermanos centroamericanos ya eran historia. No sé cómo habría sido la cosa en sus tiempos, pero el lugar se destacaba por el desorden y la desprolijidad. Como nunca me importaron esos detalles si podía encontrar lo que estaba buscando (para eso basta con echarle una mirada a mi escritorio), inspeccioné minuciosamente el sector yerba. Antes tuve que esquivar a un crío que estaba llenando recipientes de plástico con bloques de queso feta que iba cortando de un mazacote con un cuchillo apto para filetear elefantes.

Canarias no había. Ni esa vez ni las tantas otras de unos cuantos meses. Me convertí en un especialista en yerbas paraguayas, argentinas y brasileñas, de a un kilo por visita. Así establecí una sólida relación con el parco señor pakistaní marido de la cajera. Un día me animé y le hablé de la Canarias. El buen señor anotó el nombre, me dio su teléfono y me aseguró que la conseguiría. Así fue. Dos semanas después lo llamé y ahí estaba la yerba.

De tanto ir terminamos hablando de muchas cosas. No era tan parco. Llegó a contarme algo que entraba de lleno en el territorio de la intimidad: tomaba mate porque le facilitaba la eliminación de las ventosidades intestinales. También hablamos de religión, de los puntos comunes entre el cristianismo y el islamismo. Me regaló un Corán y me explicó cómo manipularlo. Nunca había escuchado nada igual. Qué veneración por un libro. Lo tenía que poner en el estante más alto de la biblioteca, encima de todos los otros libros, lavarme las manos antes de abrirlo y jamás de los jamases llevarlo al baño en esos momentos en que uno se sienta en el trono y se educa un poco mientras pasa lo otro. Empecé a leerlo y no lo terminé porque iba a viajar a Uruguay tal vez para siempre y como iba a hacer escala en Estados Unidos me dio un poquito de miedo. Todavía no había llegado Donald pero la cosa estaba poniéndose brava. Y para remachar, llamarme como me llamo. La paranoia perfecta. Dejé el Corán en un local del Ejército de Salvación para que alguien pudiese aprovechar esa lectura.

Volví a Vancouver con mi tarjeta de residente permanente y fui a visitar al flatulento señor pakistaní. El negocio había cambiado de manos otra vez. Unos persas habían tomado la posta. Arreglaron las góndolas, pusieron orden y se deshicieron de las ocho o diez marcas de yerba menos la Cruz de Malta y la Taragüí. Qué decepción. Aunque la mitad es palo, es amarga de más al empezar y se lava enseguida, la Taragüí es lo más parecido a la Canarias que conozco. Resignado, compré tres paquetes. No me gusta hacer mandados y cada viaje a Commercial me come una hora de vida entre ida y vuelta. Cuando tenía amigos nos encontrábamos ahí para tomarnos unas cervezas, pero ahora sólo voy a buscar esa adicción inocente. Si no tomo mate de mañana de tarde ando con dolor de cabeza. Con esos kilos tenía para entretenerme.

Empecé a patear hasta la estación de Commercial y Broadway. A unos pocos metros, casi sin querer, me pareció ver el envase amarillo de la Canarias a través del vidrio de un negocio de especialidades mediterráneas. Entré. Aceitunas y quesos griegos, embutidos balcánicos, especias libanesas, dátiles tunecinos, dulces turcos y un montón de marcas de yerba. Y la Canarias. Volví a lo de los persas y devolví el kilo y medio de palo. Desde entonces siempre voy a ese otro negocio.

Hoy me jodí. Dos semanas atrás fui a comprarla. Nada. El dueño me dijo que esperaba el cargamento para hoy. Todavía me quedaba un poco, pero por las dudas compré un kilo de la infame Taragüí. Volví a casa, conté dos semanas desde ese sábado y puse una nota en el almanaque. Me tocaba ir hoy. Anoche empezó a llover y a hacer frío. Principio del fin del verano.

Lloviznaba mientras caminaba desde la estación del metro. La llegada del otoño es deprimente, salvo por los colores de las hojas de los árboles. Cuando entré al negocio y miré los estantes casi me dio un ataque. Estaban todas las yerbas de siempre menos la Canarias. Inadmisible. Encaré al dueño. Explicación va, explicación viene, el cargamento iba a estar el mes siguiente.

Me calenté pero no dije nada. No quería discutir con el único proveedor en la vuelta. La otra opción era irme a los suburbios de Surrey, una ciudad que queda en los quintos infiernos o donde el diablo perdió el poncho, no estoy seguro, para comprarla directamente de un importador. Una larga y aburrida peregrinación. Inviable. Me la tuve que bancar. Para peor, el dueño no iba a buscar Canarias a Surrey sino a Abbotsford, unos cuantos círculos infernales más lejos.

El dueño se fue a un rincón y llamó a la gente de Abbostford. Lo veía gesticular mientras hablaba y hablaba. Sábado de mañana perdido. Y la llovizna. Qué bajón. Me puse a mirar los carteles pegados en la pared del otro lado del mostrador. Una foto de Belén, mujeres serbias con sus ropas típicas, un ícono de la iglesia ortodoxa oriental, una estampa de la virgen María con el niño Jesús y debajo una leyenda en árabe. Ya había visto esas imágenes y no me habían llamado la atención. Aburrimiento. Miré hacia la izquierda, donde el mostrador de los quesos y las aceitunas se cruza con el de los embutidos. En la mitad de la pared había un cartel nuevo, una hoja de papel de impresora con palabras en varios colores que no pude distinguir. Me arrimé para enfocarlo mejor. Me tenté cuando lo leí.

«El milagro del aceite de oliva griego. Nació hace cuatro mil años y sigue siendo virgen.»

El dueño colgó el teléfono, me pasó su tarjeta y me dijo que lo llamara en una semana, que la Canarias iba a estar. Yo hacía fuerza para no sonreír. Pensé felicitarlo por la ocurrencia pero me quedé en el molde, serio, como el cliente ofendido que era. Di las gracias, me despedí y volví a la llovizna. Ahí sí me reí.

Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Sanjavierina

    Doblemente explicado el título del cuento, ¡ja! ¿Pero la yerba al final llegó?

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