
Vi que la puerta del boliche estaba abierta y entré. Un veterano medio pelado estaba sentado debajo de un acordeón colgado de una pared y un hombre joven con boina acodado al mostrador tenía un vaso de clarete al lado. El bolichero tomaba mate y se atusaba los bigotes. Aparentaba unos setenta largos.
—Buenas tardes —dije. Me devolvieron cortésmente el saludo mientras me hacían una radiografía. Me arrimé al mostrador. Encima de la heladera había una foto del Pepe Guerra, una lista de los blancos para las elecciones departamentales y los once de Nacional campeón uruguayo 2006. Las botellas a la vista no ofrecían muchas opciones: Gregson’s, Mac Pay, Lawson’s, amarga, vermouth. Pedí un importado doble.
El bolichero se movió despacio. Abrió una de las puertas de la heladera y sacó una conservadora de espuma plast. Metió la mano debajo del mostrador y apareció un martillito de madera. Levantó la tapa de la conservadora, sacó un pedazo de hielo y lo partió de un golpe. Puso un par de pedazos y me preguntó si estaba bien así. Llenó la medida de whisky, la hizo llorar un poco y me pasó el vaso. Se sentó enseguida. Le di las gracias y me di vuelta. Había visto en otros boliches del interior que la gente saludaba aunque no conociera a nadie. Estiré la mano hacia el veterano. El hombre se levantó unos centímetros de la silla.
—Hagedorn —dijo, o al menos fue lo que entendí. Con el muchacho fue más fácil.
—Ayala —dijo, sacándose la boina.
Pasé el brazo por encima del mostrador.
—Camacho. Mucho gusto.
Me corrí un poco para atrás para no quedar en línea con los parroquianos y me acodé yo también. Pasaron unos segundos. Nadie hablaba. Me empecé a sentir incómodo. El bolichero me salvó.
—¿Anda haciendo turismo?
Imposible pasar desapercibido. Todo el mundo se conocía en ese pueblito.
—Recorriendo un poco la Colonia. Me habían hablado mucho de ella y me dieron ganas de conocer a los rusos.
Hagedorn me miró con picardía.
—A los rusos. ¿A las rusas no?
—También, también.
—Siempre han venido turistas que dicen que quieren conocer a la gente y después aparecen problemas —dijo Ayala, serio. Hagedorn y Camacho lo miraron extrañados.
—¿Qué problemas? —dijo el bolichero.
—Y, varios. —dijo Ayala, frunciendo la boca. Hizo una pausita y siguió—: El principal es que se van, no vuelven nunca más y al tiempo nacen hijos morochos de madres rubias. —Sonrió apenas y señaló con la cabeza al bolichero—. Ahí tiene un ejemplo vivo.
—¡Callate la boca, atrevido! —gritó el bolichero—. Si te volvés a propasar te corto el fiado, sabandija.
Ayala se hizo el desentendido y tomó un trago. El bolichero me hizo una guiñada. Buen ambiente.
—No soy de andar dejando recuerdos así, pero aunque quisiera me parece que nunca va a pasar nada. Hasta ahora no he visto ninguna rubia —dije.
—Si se queda hasta la fiesta de la escuela puede ver alguna—dijo Ayala—. ¿Cuándo se va?
—Mañana de noche.
—Qué lástima. Eso va a ser el fin de semana que viene. Ahí se junta mucha gente.
Seguimos un rato en esa charla liviana hasta que se me ocurrió tentar la suerte. Boliche del interior, dos veteranos, dos jóvenes.
—¿Se juega al truco acá? —pregunté.
—Se juega —dijo Ayala.
—Precisamos uno más —dijo Hagedorn, haciendo una seña con el pulgar izquierdo en dirección al mostrador. Camacho dijo que no con la cabeza.
—El dueño de casa es medio delicado y nunca agarra viaje. Dice que con todas las medallas que ganó sería un desperdicio jugar con nosotros. Que no damos la talla —dijo Ayala.
—Ya va a venir Nandito —dijo el bolichero—. Ahí van a tener al que falta.
—No sé si es problema para usté, pero él juega al truco ciego —dijo Ayala.
—Por mí no pasa nada —dije—. Siendo truco está todo bien.
—¿Juega hasta el siete?
—También.
—Se ve que le gustan las barajas —dijo Hagedorn.
—Juego a dos cosas solamente: truco y canasta.
—Canasta no conozco —dijo Hagedorn.
—Me parece que a eso jugaban en las reuniones que hacían en la casa de la maestra Zapigonov —dijo el bolichero—. Hace añares. Las llamaban «Tertulias».
—Acá hay gente que juega al durak —dijo Ayala. Vio mi cara de no entender y agregó—: Se juega con barajas rusas.
—¿Rusas?
—Sí, esas que son rojas y negras y tienen otros dibujos.
Estuve a punto de decir «son francesas» pero me callé la boca.
—La canasta también se juega con esas cartas —dije.
—Acá a lo que más se juega es a la conga y al nueve —dijo Hagedorn—. En el boliche de la Cooperativa se timbea por plata. En el Río de la Plata hay conga o truco después de las seis. Y hablando de eso, ¿si jugamos un truco con gallo mientras esperamos?
—Es muy aburrido, ¿no le parece? —dijo Ayala, mirándome. Dije que sí con la cabeza.
—¿Hace mucho que anda por acá? —me preguntó el bolichero. Le hice un resumen de mis recorridas por el pueblo. Tenía tantas referencias del bar de la Cooperativa que le pregunté por qué estaba cerrado.
—El bolichero está jodido y no consiguen suplente —dijo Hagedorn.
—Ahí tiene. Si le gusta el pueblo los podemos apalabrar a los de la directiva de la Cooperativa para que le den el puesto a usté. Después se consigue una gringuita, se casa y se hace vecino. Para las elecciones que viene se tira a edil y en cualquier momento lo tenemos de alcalde. ¿Le gusta la idea? —dijo Ayala.
—¿Alcalde? ¿Yo? —me reí—. Ni loco. No tengo personalidad para esas cosas.
—Ningún problema. ¿Tiene un poco de rostro? ¿Habla bien? No precisa más nada —dijo Ayala.
—Tendría que aprender a hablar ruso —agregué.
—¿Y para qué quiere? —dijo Hagedorn—. Ni falta que le hace. Acá todo el mundo habla castellano.
—Casi nadie habla ruso—dijo Ayala—. Diez o doce personas y me parece que es mucho.
—Y rusos hay cada vez menos —dijo el bolichero, moviendo la cabeza.
—¿Algunos de ustedes tiene sangre rusa? ―pregunté.
—Yo no. Soy alemán por parte de padre y de madre—dijo Hagedorn.
—A mí me dijeron que mi apellido es vasco —dijo Ayala.
—Fíjese bien en el bolichero —me dijo Hagedorn. Hice lo que me pedía. El bolichero miró a Hagedorn, me miró con cara de asombro y volvió a mirar a Hagedorn.
—¿Lo ve? Atrás de esos pelos chuzos y esa piel morocha hay un ruso escondido.
No sabía si reírme o quedarme serio. Ayala intervino:
—Bien escondido ha de estar. Hace años que lo vengo mirando y nunca vi nada de ruso ahí.
—Ah no, no, así no va más —gritó el bolichero, golpeando el mostrador—. La segunda vez que se meten conmigo. Me cansaron. A ustedes dos los voy a echar a la mierda del boliche. ¿Qué se piensan, que van a venir a faltarme el respeto en mi propia casa? De vos, Alemán, no me extraña, porque siempre fuiste medio retobao, pero vos, Ayalita, muchacho joven, que tantas veces viniste a verme pidiéndome consejo como a un padre y hasta plata te presté, ¿me venís a hacer eso?
Camacho hablaba con vehemencia. Le salía bien el papel de ofendido.
Todos nos reímos. El bolichero miró hacia la puerta.
—Ahí viene Nandito —dijo—. Se van a poder sacar las ganas.
Entró un flaco con un buzo gris y una campera liviana del mismo color. Se le veía el cuello de una polera blanca. Por los costados de una gorra gastada de los Lakers asomaba el pelo largo y canoso. Cara angulosa.
—Buenas, buenas. Qué hacés, Caguedón. ¿Cómo andamio, Ayala? ¿Y, Camacho? ¿Siempre al firme?
Los tres saludaron con gestos. Nando me miró y estiró la mano.
—Fernando Timiriazev —dijo.
—Acá tiene un ruso de verdad —dijo Ayala—. Dos apellidos, ¿no es así, Nandito?
—Timiriazev Borovitski. No sé si con eso alcanza, pero es lo que tengo ―dijo, sonriendo.
—¿Andarás con ganas de jugar un truquito? —dijo Ayala.
—¡Qué pregunta!
El bolichero le sirvió una amarga doble con pomelo.
—Salú —dijo Nando. Tomó un trago corto, puso el vaso sobre el mostrador y nos miró. —A ver esos jugadores.
Camacho nos alcanzó un mazo de cartas, unas chapas y unas monedas viejas. Ayala y Nando fueron hacia la única mesa del bar con los vasos en la mano. Miré a Hagedorn.
—¿Y usted va a jugar de pico seco? ¿Qué va a tomar?—le pregunté.
—No, nada.
—Vamos, anímese.
—No te mandés la parte, Alemán —dijo el bolichero. Hagedorn sonrió.
—Bueno, ya que insiste… una amarga con Pesi.
Emparejamos una pata de la mesa con una chapita. Tiramos reyes y me tocó Nando de compañero. A las pocas manos vi que tenía todas las cualidades de un excelente jugador: mentiroso, intuitivo, rostro de piedra y carteador. Yo, que soy más bien prudente y bastante conserva, estaba bien bacán. Empezamos a ganar un chico tras otro. El bolichero nos miraba en silencio. Cuando íbamos por el tercer bueno empezó a hablar de la suerte de algunos y de las chamboneadas de otros. Hagedorn y Ayala no decían nada, pero Nando le tiraba indirectas para que nos diera una lección. Seguimos así un rato. Ganamos otro. El bolichero salió rengueando desde atrás del mostrador y se arrimó a la mesa.
—A ver, Ayalita, dejame jugar uno. Uno solo y los pelo.
Nando sonrió.
Ayala salió a fumar un cigarro. El bolichero se sentó y se frotó las manos.
—Acá se les cortó la racha —dijo.
Dio Nando. Le hice la seña del bastillo. El bolichero, sin mirar sus cartas, le dijo al compañero que fuera. Hagedorn jugó una sota. El bolichero orejeó. Miré a Nando y tiré un seis.
—¡Falta envido!—gritó Camacho apenas mi carta tocó la mesa. Todavía no se había apagado el sonido de la «o» y ya Nando había querido.
—Cinco—dijo Hagedorn.
—Seis—dije.
—Siete—resopló el bolichero, de mala gana.
—Veintinueve —dijo Nando—. Uno solo —agregó, señalando el mostrador con un dedo.
Sin decir nada, sin mirar a nadie, el bolichero se levantó, caminó despacio hasta volver a su lugar y ahí se quedó, serio.
Mandé una vuelta para todos. Ya no teníamos rivales. Momento oportuno para irme. Además ya tenía hambre. Me dijeron que al lado del banco había una parrillada. Empecé a despedirme.
—Un gusto, tigre. Cuando vengas otra vez vamos a seguir dando clases —dijo Nando. Me dio la mano y miró a Hagedorn. El veterano sonrió. —. A ver si hacen los deberes y se esmeran, muchachos —agregó, poniéndole una mano en el hombro a Ayala.
Saludé a Hagedorn y a Camacho, que parecía haberse recuperado, y Ayala se volvió a sacar la boina. Todo un caballero.