
Mi primer trabajo fuera de la universidad fue en un lugar que ya no existe más. Es lo que tiene mi barrio, el West End. Cuando nos mudamos todavía parecía chico, elegante pero modesto, con lugares lindos y antiguos y pocos edificios altos. Ahora todo se está llenando de torres. Muy pronto vamos a terminar como Yaletown, donde uno, no importa en qué torre viva ni hacia qué punto cardinal apunte su apartamento, corre las cortinas del comedor y ve enfrente a otra persona en otra torre que también corrió las cortinas. En eso se está convirtiendo este barrio, en el que vivo desde hace 15 años.
Este país tiene sus cositas y en las rachas buenas aparecen muchos beneficios. Cuando entré a la universidad sólo se podía trabajar a tiempo parcial en verano, pero al año siguiente autorizaron el tiempo completo. Ahí estaba mi oportunidad para juntar unos dólares extra para mi viaje a Uruguay. Tuve la suerte de conseguir laburo en el barrio, a unos pocos minutos de caminata. Era un restaurante frente a English Bay e iba a ser lavaplatos.
Mi primer trabajo en Canadá fuera de los salones de clase de la universidad. Cuántos recuerdos imborrables me quedaron de esos dos meses. El más imborrable es el síndrome del túnel carpiano en las dos muñecas. Me voy a morir con él y con el recuerdo del restaurante.
Sufrí bastante ese verano en el fondo de la cocina con una ventanita minúscula y vapor por todos lados. Tenía que subir y bajar escaleras cargando pilas de cosas, llevar y traer sartenes a las corridas cuando era la hora pico y tratar de no pecharme a los mozos que volvían con sus bandejas llenas de platos y copas sucias. Restos de comida, pegotes, agua aceitosa y miles y miles de platos de varios tamaños pasaron por la máquina y por mis manos mientras entraban y salían de los escurrideros. Eso me liqquidó.
A los pocos días me empecé a despertar de madrugada con un dolor impresionante en los hombros y con las manos dormidas. A veces no me podía prender los botones de la camisa, no podía hacer girar la llave en la cerradura, no podía desenroscar la tapa de las botellas de agua con gas. El diagnóstico era evidente: síndrome del túnel carpiano. ¿Tratamiento? «Cambiá de trabajo», me dijo el matasanos. Qué piola.
Me tuve que quedar porque no tenía otra salida. Terminé aprendiendo los nombres de las cucharitas, las cucharas, los cucharones, las espumaderas, los coladores, toda la cuchillería, los recipientes de vidrio, las sartenes, sartencitas, ollitas, ollas, fuentes, bandejas.
Casi siempre trabajaba en el último turno, el peor, cuando al final de la noche había que levantar las gomas de los pisos (eran pesadas), lavarlas, pasar un trapo por las baldosas y dejar todo ordenado para el turno de la mañana. Los viernes la gente estaba más contenta y hasta los chefs andaban más dicharacheros. Algunos bajaban a charlar unos minutos con nosotros, descontracturados, risueños, con rastros de cocaína en los bordes de la nariz.
Como en todos los trabajos, había una fauna variada. El más vivo de los lavaplatos era un pakistaní alto, flaco y musculoso, muy buen laburante cuando estaba inspirado. El problema era que casi siempre estaba desaparecido. Como era musulmán los patrones lo dejaban ir a orar, como corresponde en un país donde el respeto por las religiones no es negociable. Evidentemente no conocían los horarios obligatorios de los rezos, porque el tipo pasaba más tiempo en sus plegarias que en sus obligaciones laborales. Es un decir, porque se encerraba en el baño o salía a dar una vuelta a la manzana mientras hablaba con su familia. (Entre paréntesis: debí haber escrito «avivado», no «vivo».)
Una vez llegó un alemán. Yo no podía entender que alguien de la primera potencia económica europea estuviese lavando trastos en el fondo de un restaurante. Me dijo que ese trabajo era una jugada estratégica, un paso atrás y dos adelante, porque precisaba unos mangos para mudarse a la provincia de al lado, Alberta, donde el costo de vida es menor y ya tenía un trabajo apalabrado. Personaje interesante el germano. Era profesor de inglés y técnico electricista. Hablábamos de Nietzsche y de las películas de Herzog y yo me sentía como si estuviera en un bar de Montevideo después de una maratón de Cinemateca.
Estaba también un veterano de los que laburan y laburan metódicamente. Retacón, uno o dos centímetros más alto que yo, tenía un bigote espeso y ojos azules en una cara casi sin expresión. Era una máquina de trabajar, el ideal del empleado para un patrón chupasangre. De eso me di cuenta un día que llegué y lo vi lavando las sartenes en la pileta. Era grande y honda y el tipo sin guantes y con el agua sucia, pero bien sucia, hasta el codo. Le pregunté por qué estaba con las manos peladas y me dijo que no había guantes. Yo, manso, me serví un café y me quedé esperando que se enfriara un poco mientras él seguía rasqueteando los pegotes de las sartenes con una esponja de metal.
Estuve así unos minutos, tomándome el tiempo y el café con una calma superlativa. El veterano vio que se iba la tarde y yo no hacía nada y me preguntó, muy amablemente, si no iba a trabajar. A mitad de camino para tomar un sorbito, con el platillo en la mano izquierda y el pocillo en la otra, lo corté con cuatro palabras: «Sin guantes no trabajo.»
El veterano, inmutable, siguió con las sartenes. Yo volví a mi cafecito. Los mozos -casi todos mexicanos- se solidarizaron en castellano hablando mierda de la patronal y de los sueldos. Yo seguía parado, atendiendo el café. No me iba a bajar del caballo hasta que aparecieran los guantes.
Finalmente llegó uno de los jefes. Lo encaré y le dije que así no se podía trabajar. Me salió con que el proveedor, etcétera, etcétera. Me sentí poseído por el barbudo Karl y el pelado Vladimir y me descolgué con una chorrera de argumentos y, seguramente, con una colección de brutalidades gramaticales. Después de ese ataque combinado al tipo no le quedó más remedio que sacar la billetera y darme plata para ir al super sin decir ni pío.
Cuando volví, no lo voy a negar, me sentí como supongo que debió haberse sentido Vladimir Ilich cuando llegó a San Petersburgo en aquel famoso tren, aunque no había multitudes esperándome. Sólo encontré al veterano.
Fui hasta el rincón de la máquina de lavar platos, estiré el brazo y, sin decir nada, le alcancé la caja de guantes. Sacó un par, sonrió y siguió siendo el mismo asshole de siempre. Dos veces más lo vi en los años que pasaron, en la calle y en otro laburo, más viejo cada vez pero igual de asshole, el mismo guampudo de esa tarde ferviente de revoluciones que sólo pasaron por mi cabeza.
Y así llegué a mis dos meses en The Boathouse. Pude amorralar unos dineros y aprender más inglés. Por lo menos eso no estuvo mal. Uno de los jefes nos convidó al veterano y a mí con unas cervezas para celebrar esa noche de fuegos artificiales en el mar de English Bay. Faltaban tres días para tomarme el avión para Uruguay.
Terminamos los tragos y bajé a buscar mis cosas para irme y tratar de olvidarme del sufrimiento de esos meses. Qué lo parió. Ni siquiera esa módica satisfacción se le da a uno. Lo que sí casi me dio fue un ataque cuando abrí la puerta del casillero y revolví y revolví y no encontré mi billetera con 20 dólares, la MasterCard, la tarjeta de débito del Bank of Montreal, el pase de ómnibus, la tarjeta de la biblioteca de la universidad, la del seguro médico y la de la biblioteca municipal de Vancouver.
Gracias The Boathouse por los favores recibidos.