Nunca tuve una navidad peor. Había conseguido trabajo en un restaurante de comida rápida griega y el síndrome del túnel carpiano en las dos muñecas me tenía loco. Cuando me tocaba lavar los trastos estaba clavado que la noche iba a ser bien jodida, y así era. Dolor, entumecimiento, hormigueo, falta de sueño. Lo mismo que cuando trabajé de lavaplatos y el mismo sueldo mínimo también. Aunque me tenían en caja y todo eso, era un laburo de los del fondo del tarro. Pero no tenía más remedio. El capitalismo es uno solo, hasta en este país que algunos ingenuos llegaron a llamar «socialista», y había que apechugar.
El lugar era chico, con dos mesas y un par de barras con ocho sillas. Un televisor pasaba deportes todo el santo día. Es lo que se estila en lugares así, aunque los visitantes casi nunca miran nada. A veces, en las interminables tardes de los fines de semana, sin un cliente durante horas, me concentraba en esos dos deportes ridículos, fútbol americano y béisbol. Qué maza. Los dos aburren, pero el béisbol es el peor. Hay que ver la cara de boludos que ponen los que tienen el garrote cuando le erran a la pelota. Se ponen en pose como grandes entendidos, van y vienen sin alejarse mucho de su lugar, golpean pelotas imaginarias, alisan el piso como si los desniveles tuviesen la culpa de sus burradas y esperan la pelotita. A los pocos segundos ya le erraron de nuevo y de vuelta el mismo ritual. Lo máximo es cuando no le erran, porque la cámara se olvida totalmente del jugador y sigue el vuelo de la pelota que cae hacia las tribunas mientras los hinchas se tiran unos encima de otros para quedarse con ese recuerdo. Es un deporte que alcanza su máxima expresión cuando el objeto del juego sale de la cancha. Interesante concepto, pero no entiendo a esa gente. Del otro, mejor ni hablar.
Era más interesante ver hockey. Pura velocidad. Velocidad y ser medio bruto. Me sacaba el sombrero cuando dos contrarios se calentaban por tanto empujón y pechazo y se agarraban a las piñas sin que nadie los separara. Un buen golpe con el palo en la boca puede dejar al jugador con un par de teclas menos. Hay gente que sale con una regia conmoción cerebral. Los otros deportes son para tiernos, políticamente correctos. ¿Y toda la indumentaria de los del fútbol americano? Qué exageración. Tantas precauciones por unos empujoncitos y alguna caída. ¿Qué tendrían que hacer los jugadores de fóbal entonces?
Me gustaba más escuchar música. Siempre sonaba la 103.5, con rock suave y baladas románticas. Hasta ahí todo bien, pero ese diciembre la radio se puso el cartel de la «Vancouver’s Christmas Radio Station» y empezó la matraca. Nunca me había tocado trabajar donde pasaran música de navidad. La conocía por los supermercados y algunos almacenes, pero ahí la tenía al lado y no me podía escapar. Qué peste. Tras que la navidad me importaba una mierda, esas canciones empalagosas llenas de buenos deseos y lugares recontratrillados me tenían acalambrado.
Cuando era chico era otra cosa. Mi tío Miguel se había ido del pueblo pero nos había dicho que podíamos hacer lo que quisiéramos con los pinos del terreno que tenía frente a casa, y eso hicimos: leña y arbolitos de navidad. Una vez le donamos un pino entero al Peshkov. A veces caía gente para pedir una rama. Cualquier cosa menos la punta, porque las puntas eran para nosotros. Yo subía, la ataba para que no se quebrara al caer y a cortarla y bajarla de a poco. La ponía al lado de la estufa y la llenaba de chirimbolos, esperando las doce de esa noche mágica con pan dulce y nueces para hacer saltar los tapones de sidra, sonrisas y besos y abrazos y abrir con apuro los regalos que el misterioso e invisible Papá Noel había dejado en cada casa donde hubiera un pariente. Eso sí que tenía magia, y había pinos como para quince navidades.
Cada año se cenaba en una casa diferente. Era uno de los pocos rituales que teníamos, gente sin religión ni grandes fidelidades aparte de las preferencias políticas. Nunca faltaban la baba Pasha, el discreto dieda Maxim, la tiotia Natasha, el sentencioso y moralizante dieda Efim, el tío Vasili. Se hablaba mucho en ruso y yo no entendía casi nada. El ambiente empezaba siendo regulado, calmo. El tío Vasili tenía una debilidad por la polémica y las historias inverosímiles y la baba Pasha se destacaba por doblar mucho el codo. El dieda Goioio, siempre de perfil bajo, precisaba algunos caliburatos para levantar vuelo. El resto de la parentela se mantenía dentro de los límites de la moderación y el orden, pero cuando llegaba la tía Varvara explotaba el ambiente. Hablaba a los gritos, se cagaba de la risa con esa bocaza, le daba a las reuniones un desparpajo que yo era muy chico para entender y calibrar. ¿Quién, aparte de ella, pudo haber bautizado al diadia Vasili como «tío Mentiras»?
Después de la puesta al día, las indirectas socarronas, los chistes y las risotadas, Varvara largaba un par de versos de alguna canción rusa. Cantar en las comilonas era otro ritual. Uno a uno se iban sumando músicos y voces. Cantando, tarareando, golpeando las manos o la mesa, iban saliendo las canciones formales, las épicas y las jodonas. Mi padre sacaba la armónica, el dieda Goioio templaba su vozarrón de bajo con otro trago de vino y empezaba el concierto, el mismo del año pasado y el mismo del año siguiente. Después, a retomar la charla y a dejar que la digestión bajara las revoluciones.
Así era ella, el motor de las reuniones. Fuera de las fiestas era muy compañera. Salíamos en barra a pasear en bote, tomábamos mate en el puerto, hablábamos de libros, la vida y el corazón. Nos entendíamos.
Y un día el coro de la navidad perdió una voz y desde entonces las reuniones empezaron a vaciarse de comensales y las casas se desocuparon. Varvara terminó viviendo en lo de la baba Pasha y el dieda Maxim. En algún momento de esa época algo se desacomodó en ella, o tal vez simplemente llegó a la superficie lo que hasta entonces se había mantenido en el fondo, ya descompuesto. No estaba loca como pensaban algunos charlatanes, pero saltaba de la euforia a la depresión y hacía cosas que a veces la gente no entendía, tal vez por ignorancia, tal vez por recelo.
Una vez se le ocurrió organizar una fiesta de Halloween para juntar a la parentela más distante (primos terceros, sobrinos nietos y concuñados de segundos matrimonios) y a unos pocos amigos. Los invitados empezaron a recibir las tarjetas escritas a mano y a atender el teléfono y saltaron todos los fusibles. La internaron en un loquero. Fue una adelantada, porque en esa época Halloween sólo existía en un par de boliches muy exclusivos de Montevideo. Hoy las maestras de las escuelas públicas alientan a sus alumnos a festejar en clase ese producto importado y las ambulancias no van con un par de simpáticos enfermeros para enchalecarlas. En la Colonia de aquellos años el horno no estaba para bollos. Una semana más tarde salió y siguió su carrera cuesta abajo.
Al tiempo se fue a vivir a la casa de Efim y Natasha, que también había quedado vacante cuando la pareja se mudó al barrio de los quietos. Yo también me había mudado, primero a Montevideo, después a Maryland, finalmente a esta ciudad entre el mar y las montañas, pero siempre volvía a mi pueblito con río y médanos y boliches con truqueros. Iba a hablar con Varvara y cada vez se me hacía más difícil distinguir aquella figura navideña detrás de esa mujer que se movía y conversaba en cámara lenta, que dejaba crecer el silencio a mitad de una oración, que no se reía más.
Pocos días antes de aquella navidad, cuando la Vancouver’s Christmas Radio Station me tenía repodrido con «It’s the most wonderful time of the year», me enteré de que se había acabado lo poco que quedaba de Varvara. Había pasado sus últimos años en otras tierras, en una casa de ancianos. No era vieja, pero se había quedado sola. Los que la veían decían que parecía estar siempre dopada. Cuando hablábamos penosamente por teléfono me deseaba mucha suerte y se alegraba por mis pequeños triunfos.
Acá con nieve en la calle y allá con algodón en los arbolitos de plástico se estaban preparando las celebraciones. Yo no tenía nada que festejar aquí, pero estoy seguro de que del otro lado del portón entre los pinos la estarían esperando la baba Pasha con su pedo por toda la eternidad, el discreto dieda Maxim, la tiotia Natasha, el sentencioso dieda Efim, el tío Mentiras con alguna nueva historia inverosímil, el dieda Goioio con su vozarrón de bajo ya templado y mi padre con la armónica en los labios, todos prontos para pasar una navidad como en los viejos tiempos.
Muy bueno Karamán!! Ese contrapunto entre el presente y el pasado…
Muchas gracias, Gerardo.