
El boliche de la Cooperativa ya era viejo cuando lo conocí. Pisos gastados, postigos descascarados, un mostrador pulido por los codos de treinta años de borrachines. Fue de tarde, cuando volvía de recorrer el espinel con mi padre. Mientras él se tomaba unas grappas y hablaba de cardúmenes, mallones, anzuelos y aparejos con otros pescadores, yo miraba las paredes. Desde ahí las caricaturas en papel manila de Efrem Sidorov, con los parroquianos más renombrados inmortalizados en unos pocos trazos, presidían las mesas como dioses tutelares. Era una galería de personalidades que hacía juego con la otra galería, las fotos de los tupamaros requeridos por las Fuerzas Conjuntas. Para mí eran nombres que no significaban nada. Me pasaba lo mismo cuando veía las cadenas por la tele. Primero la marcha «25 de agosto» y el escudo nacional en el fondo de la pantalla, después la voz que pedía la colaboración de la población para lograr la captura de Fulano, Mengano, Perengana, después las fotos. Caras extrañas, de cualquier otra parte del Uruguay, desconocidos en su mayoría. Esas cosas no nos tocaban. A veces pegaban cerca, pero nunca se metían con nosotros. A quién se le iría a ocurrir que muchos años después varios gurises patasucias compañeros de clase, algunos chacreros, profesionales, vecinos nuestros aparecerían en los informativos como temibles comunistas listos para lanzar la revolución armada que voltearía la dictadura.
Del otro lado de la puerta del fondo se veía un patio. Nunca crucé ese umbral. Por ahí se llegaba al depósito de la Cooperativa.
Se decía que debajo de los tablones del piso había un sótano donde en alguna época se timbeó clandestinamente. Cosas así siempre se comentaron. En la casa de Wilhelm Winkler había otro. La gente hablaba de eso pero nadie los conocía. Algo parecido pasaba con los aljibes vacíos. Venía bien un poco de misterio para un pueblito con poca historia y todo tan a la vista.
De chico sólo entraba al boliche cuando acompañaba a mi viejo, y como nunca me gustó pescar mis visitas no abundaban. Después de los dieciocho me fui a a estudiar a otras tierras y me perdí las cosas que dan la continuidad y la rutina. Hubiese sido interesante hacer mostrador entre los jubilados, escuchar las eternas grandes hazañas de los pescadores mentirosos, aprender algo de la vida campesina con los chacreros jóvenes que todavía podían hablar en ruso.
Recuerdo la primera vez que volví. Fue el principio de esas vacaciones que ocupaban casi todo el verano, primero cada año, después cada vez más cortas y más espaciadas. Cuántas cosas cambian en tan poco tiempo. El bolichero no era el Chueco Lavrov y aunque las fotos de los tupamaros habían desaparecido cuando yo todavía vivía ahí, tampoco estaban las caricaturas de los parroquianos en las famosas hojas de papel manila de Efrem. Pasé un mes en el pueblo y comprobé que no sólo las caricaturas habían desaparecido, porque en una de mis recorridas por el barrio de los quietos encontré a Efrem y a muchos de los que lo habían inspirado.
Cada vez que volvía a la Colonia veía ruinas y cambios. La gente que había conocido se venía abajo y también las casas con paredes de barro y armazón de ramas, como la de Tornillo Jlakin, a quien conocí de gurí y con quien nunca intercambié ni una palabra, y la de la viejita Korchachka, que me saludaba desde la enramada cuando iba a la escuela. Los almacenes se convertían en funerarias, clubes políticos, templos evangélicos, los bares cambiaban de dueño y al tiempo cerraban, los ranchos escondidos entre los cañaverales se transformaban en casas de ladrillo con techos a dos aguas y las selvas que llegaban hasta los portones se domesticaban en jardines con césped. Donde había habido canchas de fútbol y grandes baldíos aparecían cooperativas y complejos habitacionales.
En esos tiempos iba al boliche de la Cooperativa a buscar fantasmas. Pedía una, me sentaba al lado de la puerta y me quedaba mirando la calle mientras pensaba. Un ejercicio de memoria y nostalgia. Me fumaba unos cuantos armados y seguía pensando. Recuerdos falsos, cosas que nunca ocurrieron, héroes del folklore popular hechos polvo antes de que yo naciera, lo que pudo haber sido y no fue. Las minitas bajaban a la playa y yo seguía solo, a veces escribiendo en un cuaderno, a veces aguantando el blablabla de un borrachín denso, a veces de testigo de un casín. Toda la vida fui un desastre con el pool, la carambola y la carolina. Con las minitas también.
Una de esas noches estaba tomando una grappita al lado de la ventana. Unos pocos clientes acodados al mostrador charlaban en voz baja. Al rato cayó Aliosha, uno de mis amigotes de esos años, cuando lo que nos juntaba eran las coincidencias políticas y una marginación medio elitista y medio reventada generosamente facilitada por el alcohol. Nos pusimos a hablar de cualquier cosa y charla va, copita viene, entró un murciélago por la ventana. Siguió hasta el mostrador, voló casi tocando el techo y se perdió en el fondo. Los parroquianos, enfrascados en su tertulia, no se enteraron. Nosotros tuvimos nuestro momento de asombro, muy breve, y retomamos nuestra charla y nuestras copas. Eso fue todo.
Siempre me gustó ese boliche. Aprendí los rudimentos del casín, pasé horas y horas de charla y truco, asistí a varios conciertos de Garmonist y fui uno de los que vio a Miguelito Koroliov en uno de sus momentos más tristes, afeitado y sin visita la tarde de su frustrada declaración de amor. Sin embargo, el vuelo del murciélago, ese hecho tan simple e intrascendente, tan inútil para el gran plan del universo como la presencia de Aliosha y yo al lado de la ventana, es lo primero que me asalta cuando paso frente a donde estuvo el boliche de la Cooperativa. Debe ser porque, después de tantos copetines compartidos, ahora soy el único que guarda el recuerdo de esa noche, y eso pesa.