
Nunca me voy a olvidar del sabor del sábalo ahumado. En general lo comprábamos hecho, pero el que hacíamos nosotros era mejor, por supuesto. A mi padre le encantaba pescar. No le alcanzaban los mojarreros, bogueros y aparejos. También tenía sus buenos espineles y él mismo se tejía sus mallones. No sé por qué nunca se hizo una red, pero el viejo Svarovski era amigo y con eso se resolvía el asunto.
El sábalo es un pescado complicado de agarrar. Como no tiene dientes y se alimenta de lo que encuentra en el fondo no se lo puede pescar con anzuelo. Una opción era esperarlo en el estero y ensartarlo. Para mí eso era la quintaesencia de la pesca, como en las películas, pero hacían falta un bote, una chuza y toneladas de paciencia. Mi padre tenía un arpón estilo Neptuno, pero nunca vi a nadie pescar así. Esos métodos eran de los tiempos heroicos, los que rebasaban ampliamente la época que me tocó vivir. La otra opción, más fácil, más rendidora, era tender un mallón en el estero y dejar que los sábalos se engancharan solitos. Con suerte, cada recorrida rendía dos, tres, a veces seis pescados, pero tirar la red era lo máximo. Para eso había que saber dónde se movían los cardúmenes, pero mi padre tenía sus recursos. Los pescadores se tomaban algunas en el boliche de la Cooperativa y ahí estaba él, de lo más sociable, pispeando, preguntando, invitando tragos y tirando indirectas para conseguir algún dato. En eso había heredado o aprendido los trucos de mi abuelo el Viejo’e las casas, que, sin saber nada, sólo mirando y preguntando, llegó a convertirse en un famoso talabartero.
Una vez salimos mi padre y yo en el Caracol y el viejo Svarovski en su bote a una playa en la isla. Según los boletines, ese lugar estaba lleno de sábalos. Nosotros pusimos la infraestructura muscular y el viejo la red, y todos contentos. Así fue. Trabajo de equipo. Yo, que era el más petiso, me quedé cerca de la costa con el barro hasta las rodillas. La red era de las que tenían un listón de madera como de un metro y medio en cada extremo, una especie de hamaca paraguaya gigante. Lo enterré en el fondo y aguanté. Mi padre se fue caminando a lo hondo con la otra punta hasta que el agua le llegó al pescuezo y esperó. Svarovski remó despacio hasta colocarse un poco por delante de la parte más sumergida de la red. En ese momento mi padre empezó a moverse hacia la costa en un arco de circunferencia mientras el viejo le daba y le daba al agua con un remo para arrear los sábalos y encerrarlos. A medida que la recta se iba transformando en una U se empezaban a ver los pescados saltando en cada vez menos agua. Terminamos saliendo los dos del barro con el tesoro encerrado. Después, a estirar los brazos y cargar el bote de Svarovski, más chico. Tiramos la red varias veces en el mismo lugar, nos movimos una cuadra o más, volvimos a tirar, y así hasta que empezó a ponerse el sol y salimos los tres en el Caracol con el otro bote de remolque, lleno de bichos. ¿Qué hacer con la cantidad que nos tocaba?
Mi padre se daba maña para muchas cosas. Entre los eucaliptos del fondo había armado una procesadora de sábalos. Un conducto de ladrillos de un par de metros de largo desembocaba un tanque de 200 litros abierto en los dos extremos. En la boca del conducto se hacía una fogatita que había que ir alimentando de a poco con alguna madera sin mucho aroma para no estropear el sabor natural del pescado. El humo caliente se movía por el conducto hasta la parte inferior del tanque y desde ahí subía, ahumando los sábalos abiertos por el lomo que colgaban de una parrilla apoyada en el borde del tanque. Así de fácil. Yo tenía que cuidar el fuego y remojar las bolsas de arpillera que tapaban la salida del humo para que no se resecaran los pescados. Después, a romperse la boca durante meses.
Muy linda tu historia me trae muy lindos recuerdos de mi infancia vividos con mi tío Ignacio, muchas gracias Omar
Gracias a vos, Olga.
Cuantos recuerdos de mí niñez me trajo esta historia .Gracias
Qué bueno, Myriam. Gracias por estar.