Mis tres casas

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Las casuarinas se fueron, pero los macachines rosados siguen ahí.

Vivía en la calle más fúnebre de la Colonia. Se llamaba Democracia. En la última cuadra, poco antes de que el pueblo pasara a ser arenal y después monte y estero, había casuarinas y pinos en las veredas. Democracia terminaba entre dos cipreses y un portón de aluminio. Del otro lado, el barrio de los quietos, como decía mi padre. Yo decía que la calle se llamaba así porque después de caminarla hasta el final terminábamos siendo todos iguales. Cuando se lo comentaba a la gente algunos se quedaban pensando, sin entender al principio, riéndose después como a la fuerza, para no despreciar. Tal vez sólo a mí se me ocurría que podría ser un chiste. De noche era lindo dormir con ese arrullo de ramas sacudidas por el viento, shhhh, shhhh, salvo cuando pensaba en los fantasmas. Algunos amigos no entendían cómo podía vivir ahí sin que mi existencia fuera un sobresalto continuo.

Había nacido en la casa de mi abuelo Elías, en la pieza que daba al patio. Mi recuerdo más lejano es el de un cielo estrellado y yo retorciéndome adentro de una cuna entre pastitos florecidos. Mis abuelos habían levantado esa casa. Eran agricultores, no albañiles, pero la casa está ahí todavía. Me dolió mucho cuando la vendieron, entre otras cosas porque al pie de uno de los naranjos están enterrados la placenta y el cordón umbilical gracias a los cuales estoy escribiendo estos recuerdos. Cada vez que paso enfrente miro para el fondo y me acuerdo de los nogales, los tangerinos, los naranjos y un granado. Qué fruta más al pedo la granada. Más semilla que pulpa, menos jugo que pulpa, menos nada que nada. Pero así y todo, había un granado y ya no está más. Tampoco está el limonero que crecía cerca de la puerta de la pieza donde nací y que se empeñaba en producir frutos con tres, cuatro y hasta cinco puntas, cascos independientes que no se ponían de acuerdo para formar un solo fruto bien hecho.

La casa estaba en la mitad de la cuadra, sobre la General Artigas. Por esa calle se entraba al pueblo desde el este. Mis correrías me llevaban a la casa de la baba Nastia, cruzando el alambrado lindero al oeste, adonde iba a escondidas a cagarme en los pantalones, y a lo de la baba Lida, del otro lado de la calle, quien me trataba a cuerpo de rey porque sus hijas eran muy chicas para darle nietos.

Nos mudamos a Democracia cuando tenía cinco años. El dieda Goioio y la baba Nina vivían dos terrenos antes del cementerio. Todos esos lotes eran enormes, de treinta metros por sesenta. Había lugar para dos casas, dos jardines, un aljibe, dos fondos, un bateclón, dos galpones, dos cocinas de verano, dos gallineros, un chiquero, una печка piechka u horno, árboles para leña, frutales, verduras, y todavía quedaba espacio para jugar, correr y tirarse al suelo para mirar las nubes y descubrir satélites.

Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. Olga Risgenko

    Realmente muy hermosos tus cuentos nos retrotraen a las vivencias del pueblo y es como volver a ser chicos y recorrer todas esas calles y ver a nuestros diedas y babas luchando con la labor diaria, un placer leerte, gracias

  2. Norma Karamán

    De esa hermosa calle con casuarinas solamente quedan las fotos y los recuerdos. Gracias por escribirlos.

    1. Omar Karamán

      El viento llevaba las semillas al otro lado de la calle y al tiempo aparecían arbolitos entre las junturas de los ladrillos y contra las paredes de las casas. Los arrancábamos, pero en el fondo, entre los eucaliptos, sobreviven una casuarina y un pino.

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