
La pasaba bien de chico. Revolcarse en la arena, subirse a los árboles, tener hectáreas de pasto y monte para recorrer y un río larguísimo y ancho para mirarlo desde los sauces al atardecer no tenía precio. NI hablar de mi barrita de amigos.
Tuve una especie de tendencia al liderazgo que después perdí por completo. Fui el jefe de una banda de gurises. Al principio empecé como el más grande y el más matón. Tenía un buzo de lana roja que me hacía reconocible a la distancia. Salía caminando por Democracia para arriba y cuando los gurises que se juntaban a jugar en la esquina de Oribe veían el buzo rajaban en seguida. Siempre andaba a las trompadas con todo el mundo. Los guachos me tenían miedo porque les pegaba porque sí, nomás, de mala leche que era. Con Alejandro, mi mejor amigo de aquellos años, tuvimos al principio una cierta rivalidad. Cuando podía lo cagaba a palo, como aquella vez de la cometa.
Uno de mis primos vivía cerca de casa, sobre Oribe. Eramos inseparables. Me llevaba un par de años y ejercía un cierto control sobre mi psicología de primo menor. Esa tarde Alejandro y sus dos hermanos estaban en la esquina, remontando una cometa. Mi primo y yo jugábamos a la bolita frente a su casa. El sabandija, que a esta altura no sé si alentaba mis peores instintos o sólo se hacía eco de ellos, los miró, sonrió medio de torcido y me tiró una indirecta, Le dije que sí, que sabía lo que tenía que hacer. Fui caminando hasta la esquina, me arrimé a Alejandro y le comenté «Qué alta que está». Sonrió, orgulloso, sentado en esos bloques de ladrillos y portland que marcaban las esquinas. Ahí le pegué una piña en un ojo, así, de quieto.
Al final nos hicimos todos amigos y empezamos a hacer terapia de grupo peleándonos con otras bandas, aunque más civilizadamente. Esa época duró hasta terminar la escuela. Nuestro grupito se llamaba «Los Guerrilleros» y tenía bandera: fondo blanco, dos lanzas cruzadas, una ametralladora en el medio y unas boleadoras atadas en moño alrededor de las lanzas. Lo telúrico y lo importado. Uno de nuestros soldaditos tenía que mantenerla siempre en alto, llevarla con dignidad y no dejarla caer. A cambio de eso, no hacía más nada. Sólo tenía que preocuparse de la bandera. Lo malo era que no podía usar las manos para defenderse y en general la ligaba más que el resto de la tropa. Funcionábamos como un ejército, con jerarquía y grados militares que se conquistaban por méritos.
Peleábamos contra unos gurises del bajo. Cuando queríamos acción nos veíamos en la escuela y arreglábamos una cita. El día del enfrentamiento los jefes pactaban las condiciones: no tirar con piedras ni con hondas, sólo usar cocos de pino, no aprovecharse de los prisioneros. Nos habíamos inspirado en el «Clemencia para los vencidos» y en las aventuras del sargento Saunders en Combate.
Ellos resistían desde el cementerio y nosotros atacábamos desde el campito de enfrente. Tenían todos los árboles y los caminos entre las tumbas para esconderse. Nosotros les ganábamos en movilidad y previsión: arsenales secretos, una tropa de gurises más chicos que corrían de un lado a otro con un bolsito lleno de cocos para reponer municiones y una disciplina mayor que, mirándolo bien, no servía de mucho porque los otros eran individualistas y salvajes.
Lo peor eran los cocazos en la cabeza; además, el promedio de edades favorecía a los otros, algunos de los cuales eran enormes, y encima tenían una larga historia de cazadores de palomas y una puntería bárbara.
El enfrentamiento terminaba cuando uno de los bandos se retiraba, bien por aburrimiento, porque ya se había puesto el sol, porque las madres llamaban a los soldados, porque los combatientes se cansaban de recibir tantos cocazos, en fin, todo se diluía y al otro día ya estábamos buscando ocasión para el siguiente encuentro. Cuando se decretaron dos semanas de vacaciones por una epidemia de hepatitis estuvimos en la gloria, dale que va con los cocazos. Después venía la discusión de los méritos, los ascensos y los documentos, porque Los Guerrilleros eran muy formales. Todo quedaba por escrito. Teníamos un reglamento, que llamábamos «Constitución», y sellos para que las resoluciones tuviesen más valor. A veces aparecían documentos adulterados, pero ahí andaba la mano de Alejandro.
Yo se las hacía también. Una vez, en el galpón/taller/astillero/silo/aserradero de mi padre, quiso hipnotizarme. Me habló, me habló, me habló como el hechicero Obtuso y yo representé muy bien mi papel. El muy lacra, para comprobar si estaba realmente hipnotizado, me empezó a pellizcar la piel de las manos con una pinza de cirugía de tres calces que mi padre usaba para sujetar piezas chicas en su oficio de electricista. El sorete estaba con toda la saña: primer calce, segundo, tercero, y a mí, con los ojos cerrados, no se me movía un pelo. Me dejó las manos sangrando pero me aguanté. Se creyó el cuento de la hipnosis durante años.
Otra que me salió bastante bien fue la de los cuneiformes. El médano grande atrás del cementerio siempre alimentó fantasías de cosas escondidas, tesoros, pasajes a otros mundos. Cualquier día se iba a abrir una puerta en la arena por la que saldría un guerrero en carro tirando flechas. Creíamos en cosas así y buscábamos entre las piedras que rodeaban el médano cristales, vetas de oro, líneas de minerales raros.
Después de haber aprendido algo sobre los sumerios en Prehistoria y Oriente, uno de los libros que se consumían en el Liceo y que yo ya conocía porque escaseaban los materiales de lectura, tuve la ocurrencia de «descubrir» una tableta cuneiforme. Hice una especie de ladrillo, lo marqué con signos y lo dejé secar unas horas. Fui al arenal y la enterré al costado del médano grande. Enseguida fui a la casa de Alejandro para invitarlo a buscar piedras. Dimos unas vueltas, escarbamos por aquí y por allá y, oh casualidad, encontré la tableta. La humedad la había afectado pero todavía se podían ver los signos. Los copiamos de apuro para ver qué podríamos sacar en limpio. También se creyó esa joda, aunque no por tanto tiempo como la otra.
Era brava esa gurisada…
«Gente sana», como se decía. «No se conocían coca ni morfina…» (Tiempos viejos).