
Qué noche en el Alexei Peshkov aquel aniversario de la fundación de la Colonia. Primera vez que escuchaba algo que no era como lo de Kliment Ostapiuk, el poeta del pueblo. Yo no entiendo nada de poesía y no me acuerdo casi nada de lo que nos enseñaron en el liceo, pero lo de esos dos era bien diferente. Lástima Iulka, que se quedó sin leer.
La cosa había empezado mal para él desde el viernes. Esa tardecita estaba tomándome una grappita en lo de Carlitos Podstavka cuando lo vi bajar del ómnibus. Lo fui a saludar y lo encontré hecho pedazos. Se había equivocado con los horarios y las combinaciones y tuvo que caminar desde Tres Bocas hasta Tres Quintas. Hizo dedo y nadie paró. Tuvo suerte de llegar justo antes de que arrancara el micro. Le dije para salir a lo de Vitaly más tarde pero no quiso. Me invitó para comer al otro día. Iba a leer unos poemas con dos amigos de Montevideo. Le había propuesto a la comisión directiva del Peshkov hacer una presentación el día del aniversario y le habían dicho que sí.
El sábado cayeron los que faltaban. Uno llegó bien temprano en tiraje con el camión lechero y al otro lo fue a buscar Iulka a Tres Quintas a mediodía en una moto prestada. No me acuerdo de los nombres, pero uno era flaco y alto y el otro petiso y retacón. A la hora de comer nos juntamos en lo de la abuela de Iulka y le entramos a un guisito de lentejas.
Estábamos meta tinto y en plena cantarola de sobremesa cuando nos pasó a buscar la profe de literatura, amiga de Iulka, para dar una vuelta en el auto del bagayero Krijochkin. La gente hacía cosas raras en esos años. ¿Quién le va a prestar hoy el auto con el que se gana la vida a alguien que se va a ir de parranda con unos foráneos?
Apenas arrancamos el petiso tiró la idea de comprar algo “para darle color al paseo”, y como ninguno era de paladar negro y andábamos medio pelados nos fuimos a lo de Emilio el contrabandista y salimos con una caña Palanca.
Recorrimos el pueblo, esa vuelta cortita que pasa por la plaza, el puerto, el galpón de piedra, la Casa Blanca, el ombú, una visita rápida al cementerio y una vichada a los arenales. Pasamos frente al Peshkov y ya no había mucho más para ver. La profe propuso ir a Puerto Viejo y allá fuimos, ella al volante y hablando de literatura con los tres. Yo me sentía un poco como si fuera Miguelito Koroliov pero bueno, era amigo de Iulka y no me importaba. De última, tenía que entretener a sus visitas y a mí me gustaba aprender algunas cosas de las que hablaba cuando caía por la Colonia y salían esas conversaciones.
Llegamos, caminamos un poco por la playa, fuimos hasta el monolito y las ruedas de molino y se nos terminó el paseo. «¡A Barrancas!», dijo la profe. El camino estaba bastante cascoteado y tuvimos que ir despacio. Nos sirvió para conocernos un poco más. Yo terminé contando la historia de la Colonia y de cuando los milicos cayeron a llevar gente presa y a revolver todo. Iulka comentó algunas cosas, porque también estuvo en esas vueltas. Yo creo que si esos amigos de él hubiesen vivido con nosotros en esa época se los habrían llevado presos también.
Antes de enfilar para las barrancas y como quedaba de paso Iulka propuso reponer combustible en la colonia de los barbudos porque la Palanca estaba muy malherida y no había dónde conseguir nada. La profe, que era bien baquiana, encontró enseguida el camino.
Yo ya ni me acordaba de cómo era el lugar. Vimos casas, tractores y cosechadoras, gallinas sueltas, algunos gurises jugando, todos vestidos con pantalones de seda y camisas blancas con bordados. Nos miraban desde los ranchos como desconfiando. Se ve que no iba mucha gente a visitarlos. Del otro lado de un alambrado una gurisa estaba de lo más tranquila. Iulka se arrimó y empezó a hablarle en ruso. Bueno, es un decir, porque hablar, lo que se dice hablar, nunca supo. Acomodó más o menos ocho o diez palabras y no le dio para más. Se quedó cortado. La rubia de trenzas, mejillas rosadas -porque ya había refrescado-, camisa, pollera y delantal con flores lo miraba con los ojos fijos. Parecía una matrioshka. Iulka ya estaba entonado y empezó a tartamudear en algo que parecía inglés y después siguió mezclando castellano y ruso y al final ya no se le entendía más nada. Ahí la gurisa se aburrió de tanta guarangada porque dijo bien fuerte “Yo hablo español”. Menos mal, porque finalmente pudimos hacer negocio.
Nos pusieron la brashka en una botella de plástico que había sido de aceite, mal lavada, y de yapa nos dieron unos vasos grandotes de girasol tostado. El beberaje era bien fulero. Dicen que lo hacen con frutas y granos fermentados. Yo no soy muy delicado, pero al lado de eso la Palanca era un escocés de 15 años.
El flaco agarró el volante y salimos para Barrancas. Al ratito nomás empezó una pica entre él y la profe porque manejaba mucho mejor que ella. Además sabía tanto de poesía como de mecánica y me parece que a ella no le caía bien que le hiciera sombra. Iulka se puso de diplomático pero no le salió muy bien. Quedó como un ambiente medio espeso. No me quise meter y me puse a conversar con el petiso, que estaba de lo más contento.
Llegamos a Barrancas sin caña y con la otra botella por la mitad. Qué paliza le habíamos dado. Era fieraza la brashka, pero nadie le hacía asco, menos la profe, y eso que ya no tenía que manejar. Para mí que era un trago muy ordinario para ella, que siempre fue medio fina y tomaba cosas caras.
Por suerte la profe conocía al dueño del campo que está antes de la barranca de las inglesas y así pudimos entrar. Dejamos el auto donde empezaba el monte y nos metimos entre los matorrales. Mientras íbamos caminando el petiso, Iulka y yo nos pusimos a cantar folklore y canto popular a los gritos. El flaco y la profe siguieron discutiendo. Al final llegamos al borde de la barranca. Es un lugar lindo, con una buena vista del río y la Argentina. Nos quedamos un rato, vimos el atardecer y liquidamos la brashka.
A la vuelta paramos en lo de Vitaly para llevarnos algunos líquidos mareantes y de paso reponer la nafta que habíamos gastado, pero nos jodimos porque la estación estaba cerrada. La profe se despidió y nos invitó a cenar unas milanesas en la casa. Para mí que quería arreglar un poco esa mala onda que había quedado. Le iba a avisar al dueño del auto que habíamos vuelto y que se estaba terminando la nafta.
Nosotros seguimos viaje hasta que el auto se paró casi llegando a la casa de Iulka. No hubo manera de hacerlo arrancar. Entre la charla y los tragos también nos habíamos olvidado de controlar el agua. Una desprolijidad total. Al rato apareció el bagayero con un bidón de nafta. Cuando se enteró de lo del agua levantó presión, pero el flaco, que tenía flor de cancha, lo tranquilizó y la cosa se calmó.
Lo que era ser jóvenes. Al rato ya estábamos de nuevo meta escabio. Cayeron dos locos bárbaros, Zaratustra y Aliosha, a cuál más enchastro. Entre la charla y el beberaje nos olvidamos de la cita y la cena y las milanesas de la profe. Para qué. Al otro día la encontramos en el Peshkov. Lo agarró a Iulka y lo puteó de arriba abajo, por lo de la cena y por lo del auto. Qué papelón. No era para menos. Después se borró.
Yo siempre iba al Peshkov para el aniversario. Ese mediodía el Centro estaba hasta los topes. Habían llegado varios ómnibus de excursión y muchísimos autos. Como siempre, iban a bailar los gurises del conjunto nuestro y los del Máximo Gorki de Montevideo. Andaba en la vuelta gente de la Casa Eslava, de Paysandú, de Young, de Fray Bentos, hasta de Salto y Mercedes.
Iulka, los poetas y yo nos acomodamos por ahí y le entramos firme a la comida. La gente cantaba canciones rusas, los acordeonistas meta fuelle, todo el mundo a las risas. Hasta los mamados estaban tranquilos. Después de comer se nos arrimaron Aliosha y Zaratustra y rompimos las bolas un rato. A media tarde acomodaron las mesas y las sillas para preparar el espectáculo. El de la discoteca puso música y los poetas se fueron para el escenario. Al rato se hizo el silencio y se descorrió el telón.
Arriba del escenario había una mesa con una vela prendida. «Macumba», dijo alguien de una de las filas de atrás. El silencio duró otro poco y apareció Iulka con un gabán negro hasta más abajo de las rodillas. Hasta hoy me quedó grabado lo que dijo: «Buenas noches, damas, caballeros, optimistas, dolientes. Gracias por acompañarnos esta noche. Bienvenidos todos a esta celebración de la poesía.»
Terminó de hablar, se fue y se corrió el telón. Otro silencio. La gente estaba como nerviosa. Se movía, hablaba bajo, movía las sillas. El telón se abrió y apareció el flaco. Leyó o más bien actuó unos poemas, con muchos gestos y cambios de voz. Yo nunca había visto nada igual, acostumbrado a los poemas pavos que nos habían enseñado en el liceo. Las palabras y la forma de engancharlas eran raras. No entendí muchas cosas que dijo. «Qué interesante», comentaban algunos, no sé si porque les pasaba lo mismo que a mí y querían hacerse los cosos o porque de verdad entendían.
De nuevo el telón y siguió el petiso. Muy diferente también de lo que yo conocía. Antes de terminar dijo que lo que iba a leer estaba dedicado a Charlie Parker, un músico de jazz, negro y con una historia bastante brava porque había sido drogadicto. Agregó que Julio Cortázar había escrito un gran cuento en su honor y después leyó el poema.
El petiso saludó y se corrió el telón. Casi enseguida Montesdeoca, Galarza y Yeleskin, todos con un pedo tuberculoso, arrancaron para una de las escaleras que llevaban al escenario. Subieron y al ratito apareció Iulka, agradeció la atención y se despidió sin leer nada. Se corrió el telón y todos nos quedamos en blanco. Los tres mamertos no habían bajado y se escuchaban pasos fuertes sobre las tablas. Eso me dio mala espina. Fui hasta el escenario y empecé a subir cuando empezó el griterío. Llegué hasta donde estaba el piano, a la izquierda, y vi que el flaco estaba discutiendo fuerte con los borrachos. Montesdeoca le dijo «montevideano puto» y el poeta le afirmó una trompada en la cara. Me tiré a separarlos y la cosa se puso peor. Volaban los papeles y justo cuando Iulka los estaba juntando Galarza le encajó una patada en el traste que lo desparramó por el piso con poemas y todo. Lo agarré al mamerto por la cintura y casi la ligué yo también. El petiso se escabulló cuando Yeleskin lo quiso manotear. Fue un relajo. Piñas y patadas para todos lados. Ahí empezó a sonar bien fuerte la música de la discoteca, para tapar las puteadas.
Total, el flaco terminó con un moretón en la cara y Montesdeoca con la nariz chorreando sangre. Eso fue lo que se vio, porque quién sabe cómo tendrían el cuerpo abajo de la ropa. Nosotros nos bajamos por una escalera y los mamertos por la otra. Nadie se metió, la policía no apareció, nadie de la comisión vino a averiguar cómo había pasado eso o ver cómo estaban.
Salimos y nos quedamos un rato en el portón para que se recuperaran un poco. Alguna gente se arrimó para darles ánimo y decirles que les había gustado. Iulka dijo que cortó el recital porque los borrachos le dijeron que tenía que terminar ahí mismo o si no los iban a bajar a patadas porque estaban hablando de drogas y religión.
Nos fuimos todos con Aliosha y Zaratustra a asentar la noche con unos tragos en lo de Camacho y terminamos en la planchada del puerto. Iulka estaba bien amargado. Decía que no le dolía ni el culo por la patada ni no haber podido leer. Le dolía que hubiese pasado eso en un pueblo que había sufrido tanto y en un centro cultural donde los milicos había quemado los libros de la biblioteca y los trajes de los bailarines. A mí me dio vergüenza ajena por la Colonia. Quedamos como un montón de chacreros burros, sin cultura ninguna. Los montevideanos se la tomaron con soda. El flaco estaba orgulloso de la piña que le había dado a Montesdeoca y el petiso dijo que nunca había pensado que ser poeta fuera tan interesante. Esa misma madrugada todos se volvieron a Montevideo.
Unos días después me enteré que algunos de los de la comisión directiva habían dicho que los poetas habían tenido la culpa porque habían ido a provocar. Parece que una vieja cacatúa comentó, bajito y como con miedo, que habían estado hablando de metafísica.